“¡Contemplad! ¡Los restos de Roma , la imagen de su prístina grandeza! Ni el tiempo ni el bárbaro pueden alardear del mérito de esta inmensa destrucción: fue perpetrada por sus mismos ciudadanos, por los más ilustres de sus hijos; y sus antepasados han hecho con su ariete lo que el héroe púnico no pudo lograr con la espada”.
Francesco Petrarca (citado por Edward Gibbon, en Decadencia y caída del imperio romano).
La pesadilla para la democracia representativa estadounidense que han significado cuatro años del mandato populista de Donald Trump dejará secuelas que los ciudadanos de ese país no pueden dejar de enfrentar: el inmenso desprestigio inferido a algunos de los mejores componentes del sistema político que ha dado sentido a esa república a lo largo de 250 años, es la oportunidad también de lidiar con sus herencias perversas. Y estas existen al grado que el hábil demagogo que aún ocupa la Casa Blanca las ha utilizado para legitimar su papel de justiciero providencial, restaurador del sueño americano. Más de 67 millones de votantes le creyeron en la jornada del 3 de noviembre pasado.
Es posible que estemos a punto de confirmar el apretado triunfo del demócrata Joe Biden, apretado no porque no haya conseguido una ventaja en millones de votos, sino porque los vecinos de Estados Unidos insisten en respetar un sistema de elección indirecta, a través de electores provenientes de los estados libres y federados en un Colegio Electoral, cuyo diseño es cuestionable porque genera sobrerrepresentaciones de algunas entidades menos populosas, y que no es en medida alguna una inocentada: ha sido un mecanismo eficaz de control para que las crecientes “minorías” de migrantes no anglosajones pesen menos y tengan más complejo el acceso al poder.
Jorge Castañeda, el famoso analista y ex secretario de relaciones exteriores mexicano durante el gobierno de Vicente Fox, hace gala de su conocimiento profundo de la realidad de la república que es a la vez el imperio más influyente militar, económica y culturalmente de la era moderna. Su libro, recién llegado a los anaqueles de las librerías, se titula Estados Unidos: en la intimidad y a la distancia, y circula desde septiembre pasado bajo el sello de Debate. Su análisis del tema del Colegio Electoral, en el capítulo 4 (“La democracia disfuncional y sus descontentos”) señala:
“El sistema no funciona de manera normal con un electorado heterogéneo; se diseñó y construyó para operar con uno homogéneo. Una solución a ese obstáculo consiste en devolver al sistema la homogeneidad pasada tanto como sea posible, como parte de los esfuerzos por ‘hacer a los Estados Unidos grandioso de nuevo’. El hecho de que tantos demócratas y minorías hayan demandado a las autoridades electorales estatales por ése y muchos otros trucos suciops demuestra la relevancia del problema. También confirma que nada se acaba hasta que se acaba, y que la lucha por la inclusión en Estados Unidos, como en todos lados, no tiene fin”.
¿Por qué está pervertido este sistema? Bueno, comencemos por entender que Estados Unidos es un país tan federalista que todos los procesos electorales son estatales. No hay una entidad responsable en el nivel nacional. Cada estado pone sus reglas. Eso propició, por ejemplo, que la gran mayoría de la población negra fuera excluida de los procesos electorales en los estados del sur, todavía un siglo después de la Guerra de Secesión. También explica que en 2016, seis millones de reos y exconvictos no pudieran ejercer sus derechos políticos porque así lo determinan las legislaciones estatales (con un sesgo importante: una mayoría de la población carcelaria o excarcelada es hispana y negra). También explica la manipulación deliberada de los distritos.
“A eso se llama abarrotamiento o voto ineficiente/desperdiciado: trazar los distritos para volverlos lo más negros o latinos o asiáticos posible. De esa manera, esos distritos siempre los gana la minoría principal que está concentrada en ellos […] pero el resultado sigue siendo una curul, ya sea que ganen con 80 por ciento contra 20 por ciento, o por 51 por ciento contra 49 por ciento”. California es el estado que mejor representa esto, pues sus resultados absolutos (es la entidad más poblada, con casi 40 millones de habitantes) “poco importan en las elecciones presidenciales […] la representación de California en el Colegio Electoral tan solo ha aumentado de 45 votos en 1988 a 55 en 2016. De ellos, 40 provienen de distritos en los que los latinos, negros y asiáticoamericanos, en una combinación u otra, conforman más de la mitad de la población [….] el estado más diverso de la Unión no ha elegido un senador minoritario. La gente de color no resulta electa en distritos de mayoría blanca”.
Para California, además de un peso menor al que le corresponde en el Colegio Electoral, y una representación de minorías inferior a las que aloja en la realidad, el problema deriva en que las prioridades de las políticas públicas las definen los blancos. “El porcentaje de ingresos fiscales dedicados a la educación en California, por ejemplo, se ha reducido casi a la mitad durante los últimos 50 años”, lo que perjudica a las minorías en crecimiento pues la población anglosajona, tiene menores tasas de natalidad y mayores ingresos, lo que le permite el acceso a instituciones privadas. “El estado gasta más en cárceles – llenas de latinos y afroamericanos- que en educación suiperior, lo que refleja las prioridades de la población blanca”, agrega Castañeda.
¿Y qué pasa en el resto del país? Los distritos dominados por población de origen anglosajón tienden a reducir población pero no a perder votantes (no registran la merma por población carcelaria o por otras trampas, como la falta de documentos para conducir o de comprobantes de domicilio, que se suelen argüir para no dar derecho al voto a minorías). De manera que las instancias como el Congreso y el Senado tienen sobrerrepresentación de población autodenominada WASP (blanca, anglosajona y protestante) , y el Colegio Electoral da un peso relativo excesivo en delegados, a muchos estados relativamente menos poblados. Eso explica porqué dos elecciones en las que los demócratas ganaron el voto popular, la de 2000 y la de 2016, vieron a un republicano sentarse en la presidencia.
“Las implicaciones políticas de este lamentable estado de cosas resultan sombrías. Los votantes negros, latinos y asiáticoamericanos, al igual que los grupos de blancos un poco más jóvenes con estudios universitarios de ambas costas, y en unas pocas islas urbanas al centro del país (Chicago, Houston), rara vez pueden producir mayorías legislativas o de voto popular en cuestiones nacionales. Por eso suelen recurrir, de manera lógica e inevitable, a la llamada política identitaria, para lo que sólo se requieren minorías enfocadas y concentradas legislativamente, locales o incluso de opinión pública”.
Remata Jorge Castañeda: “Las minorías siente, con razón, que su probabilidad de lograr un cambio significativo, generalizado y nacional es baja o nula. En las cuestiones identitarias, la probabilidad aumenta: el cambio se encuentra a su alcance. El otro Estados Unidos, el blanco, sin educación universitaria, de más de 50 años de edad, sigue conformando una mayoría, aunque cada vez más exigua, y está familiarizado con la política identitaria. Pero prefiere seguir concentrando su atención en cuestiones ideológicas más amplias: aborto, impuestos, inmigración, matrimonio homosexual, servicio médicos; lo hace, entre otras cosas, porque aún conforma una mayoría. Se opone a todo lo anterior, y basa su identidad en parte en esa oposición, aunque su pilar principal siga siendo simplemente su blanquitud”.
BAJO ESTAS REGLAS, ES MÁS QUE OBVIO QUE HAYA POLARIZACIÓN. Y LA ADMINISTRACIÓN TRUMP SE HA BENEFICIADO DE ELLA, PERO NO PORQUE DESEE CAMBIAR LAS COSAS. RECORDEMOS QUE EL SUEÑO SUPREMACISTA DE LOS ANGLOSAJONES DUERME BAJO LA ALMOHADA DEL AÚN PRESIDENTE.
Otro libro reciente (El camino hacia la no libertad, Timothy Snyder. Galaxia de Gutenberg, 2019), pone el dedo en esa llaga: “la lógica electoral del sadopopulismo (sic) consiste en permitir el voto solo a los que se benefician de las desigualdades y disfrutan con el dolor, y quitárselo a los que esperan que el gobierno defienda la igualdad y las reformas. Trump comenzó su mandato designando un comité de supresión de electores, para excluir a determinados votantes de las elecciones federales, con el objetivo clarísimo de poder construir en el futuro, en el plano federal, una mayoría artificial como las que ya existen en algunos estados. Sin el trabajo de esas comisiones a nivel de cada estado a Trump le habría costado mucho más ganar en 2016. Al parecer, la esperanza es celebrar las futuras elecciones en condiciones todavía más restrictivas e incluso con menos votantes. La perspectiva más siniestra para la democracia estadounidense sería la posible combinación de un acto espeluznante, quizá un atentado terrorista interno, con unas elecciones que tuvieran que celebrarse en un estado de excepción en el que el voto estuviera más restringido. Trump ha hablado más de una vez de ‘un gran acontecimiento’ de ese tipo”.
Ese gran acontecimiento ha sido la pandemia de COVID 19, pero al parecer ha jugado en contra de las pretensiones de Trump. La participación ha sido copiosa porque una mayoría de los estadounidenses parecen preocupados por el rumbo distópico que ha tomado su república, que destruye acuerdos internacionales en temas tan sensible como el cambio climático o la defensa de Europa frente a Rusia, que acosa a sus vecinos para renegociar tratados comerciales a su favor, que chantajea empresas para que regresen al país incluso si eso es económicamente inviable, a la larga; que inventa enemigos allende las fronteras, que estigmatiza migrantes como bad hombres, que ataca minorías, y que se ocupa de fabricar fake news para asegurar el papel de su redentor, el que resucitaría el sueño americano con el daño colateral de matar el ideario democrático. Es lo de menos.
Incluso si se confirma pronto la derrota de Trump, los estadounidenses no pueden pretender que regresaron a la “normalidad”. Su presunta normalidad está lastrada. Si esa nación no asume con plenitud la ampliación de derechos a las minorías y la efectiva igualdad ante la ley, como corresponde a una nación libertaria y de vocación democrática, Trump podría ser solo el primero de los emisarios de un futuro en el cual, como éste mismo le dijo a los periodistas Bob Woodward y Robert Costa, “el verdadero poder es – ni tan siquiera quiero utilizar la palabra- el miedo” (Miedo. Trump en la Casa Blanca. Bob Woodward. Rocaeditorial, 2018).