“Las pasiones y los prejuicios son los que gobiernan al mundo; en nombre de la razón, desde luego…”.
J. Wesley, carta a Joseph Benson, 1770.
Hace años, cuando los tapatíos empezábamos a descubrir, a través de sus cada vez más abiertos exabruptos, quién es el hoy gobernador Enrique Alfaro Ramírez, uno de sus cercanos me platicó esta inquietante anécdota preparatoriana: “jugábamos seguido futbol y apostábamos; el perdedor de la cáscara debía ir por las cervezas. Enrique siempre fue bueno, tenía toque, pero era también intratable, orgulloso. No soportaba perder. Eso no ocurría muy seguido, pero no olvido en una ocasión que mi equipo le ganó al suyo, y le echamos muy fuerte carrilla, mucha burla, justamente porque sabíamos que era de mecha corta […] de plano no conseguimos que fuera por las cervezas; era una humillación que él no podía soportar; entre gritos y advertencias que subían de tono con su coraje -las palabras pesan cuando se es hijo de un rector de la UdeG y miembro de una familia tan influyente-, nos convenció (sic) de que lo mejor era que nosotros fuéramos…”.
La primera y segunda semana de diciembre de 2021 han sido pródigas en hechos que afectan a Guadalajara, la capital del estado que Alfaro Ramírez gobierna, y permiten un retrato aproximado del tipo de sociedad que somos.
Los detonantes, además de los arrebatos irracionales de un gobernador cada vez más radicalizado en su enfrentamiento con ciertos sectores como la prensa y las elites que no lo cobijan, han sido dos situaciones excepcionales, inéditas, sorprendentes: una es la muerte del charro del pueblo, Vicente Fernández (nadie se muere dos veces, pues), por medio siglo el cantante más popular del género ranchero, el más específico de México, cuyo deceso tuvo resonancias internacionales que llegaron al propio presidente de los Estados Unidos, Joe Biden.
La otra es el inesperado campeonato del Atlas, el otro club de futbol importante de la comunidad (la trascendencia del mexicanísimo y hoy alicaído chivas del Guadalajara hace olvidar frecuentemente a los fuereños que su vecino de ciudad posee una rica y a menudo extraña historia), que ha traído un reverdecimiento de la vieja rivalidad: esa que fue retratada en el legendario portero colimense Jaime el Tubo Gómez, quien aburrido de la inoperancia del ataque rojinegro, leía un cómic en medio de un partido, sentado y recargado en los maderos que debía resguardar, en el desaparecido parque Oro o Martínez Sandoval, en los dorados años sesenta de un Campeonísimo que lo ganó todo, para furia de los adeptos a la academia, aferrados a su único título por 70 años; o el tuit de dudoso buen gusto que soltó la administración del Guadalajara la noche del 12 de diciembre, unas horas después de que los márgaras (no olvidemos que margaritas y chivas son motes surgidos de la rivalidad, con fines de burla, pero que, sobre todo en el segundo de los casos, fue adoptado y convertido en símbolo, al grado que decir chivas es apelar a la esencia del Club Deportivo Guadalajara), los rivales devenidos en zorros, alzaran la anhelada segunda copa por la que suspiraron y murieron sin ver muchas generaciones de aficionados de los no siempre “amigos del balón” (qué le vamos a hacer: los mitos son más perfectos que la vida).
El caso de Enrique Alfaro es cada vez más sintomático. Con esto quiero decir que los problemas personales que arrastra el mandatario (que no mandón, al menos legalmente, aunque él está evidentemente confundido) se han convertido en los problemas de Jalisco. Un buen político resuelve problemas, no los ocasiona.
Un buen político no se autosabotea.
PEOR AUN: SI UN POLÍTICO INTELIGENTE CONOCE SUS LÍMITES, PROCURA NO REBASARLOS.
El caso del gobernador de Jalisco es el típico de los políticos de corte populista que hoy están al frente de tantos gobiernos locales, regionales o nacionales, a lo largo del mundo: el Estado son ellos (dígase a ritmo de mariachi jalisciense, marimba tabasqueña o ritmos tropicosos del Caribe). Y como ellos encarnan el Estado, ellos se desgastan, cual pequeños reyes absolutos. Enrique Alfaro olvidó las sabias lecciones de quienes le precedieron en el cargo: se nombran secretarios y encargados de carteras del gobierno, entre otras cosas, para que den la cara. Pero los tapatíos a duras penas conocemos a quienes son responsables de las obras públicas, la salud, la educación, las finanzas, la persecución de los delitos… en todo debe salir Enrique Alfaro. De este modo, nadie cuida la imagen del mandatario, pues él se ha propuesto ser también su mayor enemigo; él es el caudillo, la voz del poder, el rey-filósofo, el sabio, el gran influencer.
¿Por qué será que si por todos los pasillos de la administración estatal corre el nombre de Hugo Luna Vázquez para hablar de los obstáculos puestos a programas, de los intereses que se imponen con estos, de las censuras y los vetos, el responsable del gabinete, virtual vicegobernador, apenas da la cara? Porque en el gobierno alfarista, nadie puede figurar, ni siquiera para mal.
El dueño de la escena es Enrique Alfaro Ramírez: él habla directamente contra los otros grupos de poder, como el que encabeza en la UdeG Raúl Padilla López, del cual debería aprender dos o tres cosas sobre manejo de imagen; él se pelea o lisonjea vía twitter con su alter ego (en cuanto a la visión personalista del Estado) Andrés Manuel López Obrador; él regaña a los ciudadanos que desperdician el agua, que arrojan la basura, que no cuidan a sus hijos que se adhieren al crimen; él le gana las noticias policiacas a los reporteros incluso a costa de recriminalizar a las víctimas (el chiste es ganar la nota), al tiempo que denuncia a los medios por hacer daño a Jalisco con la difusión de noticias de lo que ocurre en la realidad; él se viste un día con la camiseta de las chivas, al otro con la de los Leones Negros, la del Atlas o la del Barcelona; recibe en su casa a su amigo el Piojo Herrera y come con el Canelo; él es el experto que nos habla de agua, de pobreza, de obra pública, de conspiraciones. Ha de ser que El Ingeniero -porque hay muchos ingenieros, pero él es “El Ingeniero” – es amo y señor de la verdad y de lo que nos conviene, entonces es lógico que se impaciente con periodistas metiches e insolentes que no lo dejan gobernar.
Alfaro Ramírez ha alcanzado este mes de diciembre cotas de soberbia que no había exhibido públicamente (aunque sus amigos de las cáscaras no pueden considerarse sorprendidos). Primero se puso a dar lecciones de vida a los padres de la menor Paula Petersen González, integrante de una de las familias más conocidas de la ciudad, quien se escapó hace ya varias semanas con un hombre notoriamente mayor, y los acusó de no saberla educar, para luego reconocer la falta de resultados en la búsqueda realizada por la fiscalía (por otro lado, esto es algo desgraciadamente común: con 15 mil desaparecidos, Jalisco encabeza ese preocupante renglón en la vida nacional).
Luego hizo crisis su agresividad con los periodistas, especialmente con periodistas mujeres: a mi amiga Rocío López Fonseca, colega en canal 44, sencillamente le saboteó una entrevista y la acusó de ser “reventadora” de “eventos” (sic, pero es quizás confesión de parte: un evento es un hecho no programado, un suceso de la vida, un huracán o una crisis económica, en buen castellano, ¿será entonces que Alfaro gobierna por accidente o por casualidad?). Con la vergüenza a cuestas, el secretario de Salud, Fernando Petersen Aranguren (por cierto, tío de la desaparecida; como dice el dicho, cuando el perro es bravo…), tuvo que dejar a la reportera a media boca porque El Ingeniero había lanzado ya su “exhorto” imbuido de desprecio bíblico (“Ay de ti, Jerusalén, que matas a tus profetas…”).
EL GOBERNADOR, UNA VEZ COMENZADO EL INCENDIO DE LA CASA, ANUNCIÓ POR REDES SOCIALES QUE SE IBA DE VACACIONES.
Pero el atropello generó una reacción en cadena: al día siguiente, casi 150 periodistas de Jalisco habían lanzado una carta abierta exigiendo respeto al gobernador. Las diversas organizaciones de derechos humanos y de los periodistas, incluida la descafeinada (por obra del cacique mayor de la república) Comisión Nacional de Derechos Humanos, han manifestado públicamente su preocupación por los excesos del ex alcalde de Tlajoimulco y Guadalajara, quien alguna vez aseguró que era el político diferente (tal vez no mintió, pero tampoco aclaró en qué sentido era diferente).
El lado positivo de estas desagradables historias encabezadas por nuestro héroe, es que quizás empiece a pagar costos políticos, algo fundamental si queremos hablar de una democracia viva. Para más de tres, sus vacaciones trajeron un respiro: no se vio al gobernador encabezando a las plañideras en el sepelio de Vicente Fernández, el charro de Huentitán, ni acompañando la euforia de la Barra 51 (pues dice ser chiva, león negro, catalán… aunque quizás sea atlista también: armonía de los contrarios, le llamaban los filósofos escolásticos). Solo moderados mensajes por sus redes, pues si ya causaste un incendio, bájale un poco a la gasolina. ¿Regresará de su periplo un gobernante más mesurado, más prudente, menos inmaduro, menos “la pelota es mía y si no me dejas meter gol, no juegas”? Ni que el narcisismo fuera gripa.
La muerte de Vicente Fernández no puede ser sorpresiva. Durante semanas estuvo internado por salud delicada, y ya rebasaba 81 años. Lo interesante es el fenómeno popular que encarna, más allá de los gustos particulares. Falleció un 12 de diciembre, el día de la Virgen de Guadalupe, como si fuera a propósito. Millones se consternaron en México, en Estados Unidos, en Sudamérica. Incluso presidentes en funciones, como Iván Duque de Colombia, Nicolás Maduro de Venezuela o Joe Biden, de Estados Unidos, quien no olvidó cómo el charro enfrentó a Donald Trump al dar su público respaldo a la candidata demócrata Hillary Clinton, en el aciago 2016. Tapatío al fin, el cantante y su familia habían decidido que no harían caldo gordo al poder, mucho menos con un homenaje en la ciudad de México, y a Chente lo velaron en el rancho familiar Los Tres Potrillos, donde decenas de miles acudieron al último adiós. Pero no el gobernador, que en otras circunstancias se habría llevado la nota.
La muerte sirvió también para que los disidentes del ídolo recordaran por qué no lo quieren, que la voz exaltada, que la borrachera, que el machismo, que el “pasado de lanza” con las muchachas. Ni modo: en una democracia verdadera, toda unanimidad es sospechosa.
La tristeza por la muerte del ídolo de la canción ranchera convivió (vaya paradoja), el mismo domingo, con la inusitada noticia de que el Atlas, el equipo con la más larga racha de ayuno de títulos de liga en la Primera División del Futbol Mexicano, lograba la ansiada corona. 70 años de espera. Creo que nadie, ni los mismos atlistas, estaban preparados, pues llegaron hasta la instancia de los penales con el barniz de cierta resignación (22 años atrás, en esa misma fase dejaron ir el título ante el Toluca). La euforia total fue contrastada con las reacciones del rival de la ciudad, en cuya cuenta oficial, se le recordó a los rojinegros que la distancia en títulos entre ambos clubes solo se había acortado de once a diez, lo que es estrictamente cierto, pero el mensaje fue juzgado poco elegante incluso por aficionados de las chivas, molestos con la directiva que encabeza Amaury Vergara, que encabeza una gestión que mantiene postrado al equipo mexicanísimo, cuyo valor de marca, en futbol, se mantiene como uno de los más altos del continente americano, pese a los constantes fracasos.
En las redes, los hinchas de ambas aficiones nos han recordado que son adversarios. Quizás el valor del segundo título atlista para los aficionados al futbol en Guadalajara, sea la oportunidad de recuperar un clásico que cada vez era más predecible y anodino. Para la ciudad, sacudir el marasmo de dos equipos que alguna vez fueron grandes animadores de la liga, y como cosa no pedida, retratan la decadencia política y cultural de la ciudad, que hace medio siglo era considerada el gran símbolo de México.
Como toda gran pasión, el futbol hace aflorar ese lado oscuro que es inseparable de nuestra humanidad: Yo he dicho en mis redes que el Homo sapiens tiene dos características esenciales que la colocaron a la cima del mundo: la capacidad de infligir violencia y la capacidad de crear imaginarios de cooperación entre extraños. Por eso la industria del deporte, y particularmente el fútbol, son un éxito rotundo.
Y ya sobre el enfrentamiento en redes entre rojiblancos y rojinegros, encuentro fascinante cómo los equipos de futbol son sucedáneos de religiones tribales; los tuits y las reacciones de algunos seguidores de chivas y Atlas, demuestran que las tradiciones están vivas porque han crecido en mutuo encono, pero el papel de las directivas es civilizarlo. Leo reproches de los más radicales contra los que están dispuestos a contemporizar con el enemigo, y lo felicitan por el logro. Esos matices siempre se han dado y han facilitado familias divididas, algo común en Guadalajara y México. O sea, el discurso es una cosa, la realidad es otra. Los llamamientos a la pureza, los agravios viejos (un sector de la afición atlista siempre resta méritos a chivas, eso es una verdad que ni Dios padre puede borrar; pero también el constante acoso de los aficionados del rebaño al eterno perdedor), y cierto clasisimo subyacente en los discursos, herencia de la vieja rivalidad entre la academia y el equipo del pueblo. Todo eso es parte del juego.
Los deportes-espectáculo son un éxito en sublimar las tendencias innatas a la violencia. El deber de las directivas es no jugar con fuego, pero los hinchas son variopintos y esas discusiones radicales solo se acaban cuando las tradiciones mueren. Lo bueno es que hay clásico para rato. También, que las pasiones desbordadas nos permiten contemplar en el espejo nuestros excesos y limitaciones. Guadalajara es una ciudad de soberbios, envidiosos, iracundos… pero así aplica para otras comunidades.
Será importante reconocer, algo que a los mexicanos nos cuesta, que no somos tan excepcionales. Como México no hay dos, pero como Guatemala, Hungría o China, tampoco. Por otro lado, no tenemos un gobernador excepcional: los Enrique Alfaro forman legión en un mundo de crecientes autoritarismos narcisistas, empeñados en demostrarnos que la democracia formal, esa “impostura de la burguesía”, ha fracasado. Por el bien de nuestras libertades y nuestros derechos, espero que eso sea solo parte de la propaganda simplona de buenos y malos que venden a los electores, secuestrados por estas nuevas religiones políticas.