El pasado 10 de junio, para sorpresa de este columnista, en varios medios de comunicación se abrió paso el recuerdo del Halconazo, un evento que tuvo lugar ese mismo día, pero en 1971, en la Ciudad de México, con un saldo oficial de 120 estudiantes muertos, atacados por un grupo paramilitar, los halcones, de donde se toma el nombre para el suceso. Se conmemoró el cuadragésimo quinto aniversario de otro capítulo vergonzoso de la historia política nacional.
Todavía no habían transcurrido tres años desde la matanza del 2 de octubre de 1968 cuando tuvo lugar el Halconazo. En la presidencia de la república estaba instalado Luis Echeverría Álvarez y como resultado de este nuevo episodio violento, se radicalizaron varios movimientos armados que tendrían presencia breve en algunas partes del país.
Actualmente, la mayoría de los análisis de carácter histórico o sociopolítico le acreditan a estas expresiones estudiantiles un aura fundacional de la democracia mexicana, que terminaría por darnos un sistema de partidos y una estructura electoral que permitió, en el año 2000, la histórica victoria de un candidato no priísta a la presidencia: Vicente Fox Quesada. Había tenido lugar la alternancia en el poder por una vía pacífica. Lo que en otras latitudes era rutinario, en México apenas se inauguraba y teníamos que hacernos conscientes de ello y celebrarlo, sobre todo por la naturaleza violenta y asesina del aparato de poder.
¡Cuánto han cambiado las cosas en pocos años!
Actualmente, episodios históricos como la Matanza de Tlatelolco y el Halconazo; o la fundación del Partido de la Revolución Democrática (1989), o la aparición del Instituto Federal Electoral (1990), o una nueva alternancia en Los Pinos con la llegada del PRI y Enrique Peña Nieto (2012), desaparecen del imaginario popular. La trascendencia y gravedad de esos acontecimientos son del interés de unos pocos, ya sea porque son académicos, analistas especializados o porque acumularon varias décadas en el ejercicio de la política.
Los jóvenes desconocen –peor, no les interesa– esa parte de la historia que construyeron las masas, no los personajes encumbrados.
Acciones que marcan profundamente el destino inmediato del país, como las reformas energética, educativa y de telecomunicaciones, apenas merecen un porcentaje menor de menciones en redes sociales y medios convencionales de comunicación.
Irónicamente, los cientos de universitarios que murieron en las calles de la Ciudad de México (y muchos más en otras partes del país, en fechas y condiciones olvidadas, no consignadas por la historia), defendieron a precio de su vida el derecho de libre manifestación y hoy la capital del país grita su hartazgo porque las manifestaciones ahogan el tránsito vehicular. Paulatinamente migramos a un “ordenamiento” de la protesta, a un manifestódromo que domesticará el enojo público. De cualquier modo, los Díaz Ordaz, los Echeverría, los Salinas y todos los gobernantes (presidentes, gobernadores, alcaldes, legisladores, militares, funcionarios) que reprimieron y asesinaron, hoy se han vuelto inmunes. Toleran las protestas, las admiten… y las ignoran.
La justicia, proclaman algunos catedráticos del Derecho, es una aspiración humana.
Si existe una suerte de lugar, un espacio donde se hace la justica, y si es posible imaginar que hay un acceso para quienes siendo mexicanos la merecen, entonces hay una fila, una larguísima “cola” de formados esperando turno. Están todos: los 43, los desaparecidos, los indígenas, los pobres…
Sólo si es posible imaginarlo.